Isabel Solé: Estrategias de lectura.
Editorial Graò. Barcelona (1992) 1994.
INTRODUCCIÓN
El
propósito de este libro es ayudar a los docentes y a otras profesionales que
intervienen en la educación escolar en una tarea que, contrariamente a lo que
pueda suponerse, no es en absoluto fácil: promover en los alumnos la
utilización de estrategias que les permitan interpretar y comprender
autónomamente los textos escritos.
Así como enseñar a leer no es una cuestión
sencilla, conseguir la finalidad que me propongo tampoco lo es. En mi opinión,
resulta difícil escribir para maestros y profesores porque cuesta hacerse cargo
de la tremenda complejidad y riqueza que caracteriza la vida del aula: ello
puede conducir a abstraer dichas características y a despojar las situaciones
de enseñanza y aprendizaje de los rasgos que les son propios. En ese caso, los
docentes que se acercan a un texto escrito para ellos pueden encontrarlo
alejado de su realidad, y en consecuencia, considerarlo poco útil.
Por otra parte, es evidente que, incluso aunque
el autor haga un gran esfuerzo, no es posible que consiga que cada uno de los
maestros lectores potenciales de su obra se sientan identificados con las
situaciones, el discurso, los ejemplos... que en ella se vierten.
La situación, pues, es compleja, o al menos a mí me lo parece. A esa complejidad
contribuye también mi desconfianza hacia las recomendaciones simples,
descontextualizadas, las soluciones hechas... lo que podríamos llamar, en una
palabra, las «recetas». Debo decir que esa desconfianza ha aumentado en
proporción directa al conocimiento de lo que acontece en el aula, que exige
para su buena marcha la presencia de un profesor sensible a cuanto ocurre en
ella, dotado de recursos para implantar situaciones y soluciones creativas y
para evaluar su impacto; esta figura tiene pocos puntos en común con la de un
aplicador de recetas.
En este marco, se comprenderá mi afirmación
acerca de la dificultad de lograr el objetivo propuesto y mi interés en
establecer las condiciones que a mi juicio pueden contribuir a disminuirla.
Entre ellas, destaca la explicitación de algunas premisas de las que parto […]
Premisas
Como se verá, algunas de las premisas que aquí se
exponen se refieren a la lectura y a la comprensión lectora, otras al papel que
en su aprendizaje desempeña la enseñanza; otras a la tarea del lector, etc. No
voy a justificar aquí lo que son, por tanto, principios no discutidos, pero
evidentemente discutibles. Muchos de ellos serán retomados en el curso de la
obra, lo que espero que actúe como aliciente para el lector, que podrá
encontrar más adelante una justificación que considero adecuada.
1. Poder leer, es decir, comprender e interpretar textos
escritos de diverso tipo con diferentes intenciones y objetivos, contribuye de
manera decisiva a la autonomía de las personas, en la medida en que la lectura
es un instrumento necesario para manejarse con ciertas garantías en una
sociedad letrada.
2. En la lectura, el lector es un sujeto activo que
procesa el texto y le aporta sus conocimientos, experiencias y esquemas
previos. Parto de la idea de que el lector experto atribuye sentido y
significado al texto, y rechazo el supuesto de que lo recita (excepto en el
caso en que la actividad de lectura responde a ese objetivo: por ejemplo, en la
recitación
poética).
3. El aprendizaje de la lectura y de estrategias
adecuadas para comprender los textos requiere una intervención explícitamente
dirigida a dicha adquisición. E1 aprendiz lector –y bien podríamos decir
simplemente el aprendiz– necesita la información, el apoyo, el aliento y los
retos que le proporciona el maestro o el experto en la materia de que se trate.
De esta forma, el lector incipiente puede, progresivamente, ir dominando
aspectos de la tarea de lectura que en un principio le resultan inaccesibles.
Esta forma de concebir el aprendizaje de la lectura me
aleja tanto de las tendencias que postulan una adquisición espontánea o
individual, como de las que apuestan por un método único, cerrado, aplicable a
cualquier caso, contexto o alumno.
4. El aprendizaje de la lectura se encomienda en las
sociedades occidentales a la instrucción formal e institucionalizada que
proporciona la escuela. A este hecho, sensato y razonable, se vinculan, sin
embargo, otros aspectos a mi juicio menos dotados de sentido común.
Por una parte, la enseñanza de la lectura suele
considerarse como propia de un ciclo de la escolaridad; en nuestro actual
sistema educativo, el ciclo inicial. Voy a defender en esta obra que el trabajo
de lectura debe extenderse a lo largo de toda la escolaridad, puesto que hay
razones para ello.
Por otra parte, existe un hiato
considerable entre lo que se enseña en la escuela acerca de la lectura y las
necesidades que deben ser satisfechas mediante ella, incluso en la propia
escuela: leer para aprender. Desde mi punto de vista, los medios que se
arbitren en la enseñanza deben conducir a hacer de los alumnos buenos lectores,
que sientan placer y gusto por la lectura y, si es posible, que se apasionen
con ella. Esos lectores aprenderán leyendo a la vez que disfruten de su tarea.
5. En estrecha conexión con lo expuesto
en el punto 4, creo que la enseñanza de la lectura no es la cuestión de un
curso o de un profesor, sino que es una cuestión de escuela, de proyecto curricular y de todas las
materias en que interviene (¿existe alguna para la que no sea necesario leer?).
Para el aprendizaje de este contenido, la coherencia, continuidad y progresión
de la intervención a lo largo de la escolaridad son condiciones necesarias,
aunque no suficientes. Las características señaladas serían, no obstante, poco
útiles si los profesores no saben transmitir ese gusto por la lectura de que
antes se hablaba.
6. Por último, insistiré en la idea de
que enseñar y aprender a leer son tareas complejas, pero quiero añadir aquí
algo esencial: son también enormemente gratificantes, tanto por la
funcionalidad del contenido como por el protagonismo e implicación que exige de
los responsables, maestro y alumnos, para que la adquisición de ese aprendizaje
se produzca.
4. LA ENSEÑANZA DE
ESTRATEGIAS DE
COMPRENSIÓN
LECTORA
En lo que resta de la obra vamos a tratar
el tema de las estrategias y de su enseñanza, por lo que considero
necesario abordar de entrada en qué consiste una estrategia y cuál es el papel
que se les concede en la lectura. Ofreceré también una explicación general
acerca de lo que supone su enseñanza, deteniéndome en algunas propuestas
concretas. El resto del capítulo se dedicará a aquello que es objeto de la
lectura, el texto, a su caracterización y a algunas propuestas concretas para
distinguirlos. Como lector, debería considerar este capítulo como una
introducción a los siguientes, en el sentido de que le va a aportar algunos
conocimientos previos relevantes para la comprensión y adecuada ubicación de
los contenidos que se vierten en los que vienen a continuación.
¿Qué es una estrategia? El lugar de las
estrategias en la enseñanza de la lectura
Estrategias
Desde bastantes páginas atrás no le he
pedido ninguna tarea específica más allá de leer. ¿Sería demasiado sugerirle
que intente aportar en este momento lo que entiende por «estrategia»? Gracias.
Muy bien. Si ya lo intentó, permítame que
continúe haciéndole trabajar un poco más. Ahora convendría que definiera, más o
menos, lo que para usted es una habilidad, una destreza, una técnica, un
procedimiento. ¿Le ha resultado fácil?. ¿Ha podido establecer diferencias
nítidas entre estos conceptos?
Si bien podemos encontrar matices que
impiden la total asimilación entre los términos sobre los que le pedí que
reflexionara, lo cierto es que también entre ellos se encuentran similitudes.
Aunque no es mi intención abordar en profundidad sus características comunes y
las que permiten diferenciarlos, creo que puede ser de un cierto interés
pronunciarnos al respecto, especialmente por el hecho de que en las nuevas
propuestas curriculares (MEC, 1989b; Departament d'Ensenyament, 1989) se
utiliza el término «procedimientos» para referirse a todos ellos. Dado que en
la literatura especializada, en la tradición psicopedagógica y también en este
propio libro se habla de «estrategias de lectura», parece necesario ubicarlas en
relación a los procedimientos.
«Un procedimiento
–llamado también a menudo regla, técnica, método, destreza o habilidad– es un
conjunto de acciones ordenadas y finalizadas, es decir, dirigidas a la
consecución de una meta.»
Coll,
1987, p. 89.
«(...) Se puede hablar de procedimientos más o menos generales en
función del número de acciones o pasos implicados en su realización, de la
estabilidad en el orden de estos pasos y del tipo de meta al que van dirigidos.
En los contenidos de procedimientos se indican contenidos que también caen bajo
la denominación de «destrezas» «técnicas» o «estrategias», ya que todos estos
términos aluden a las características señaladas como definitorias de un
procedimiento. Sin embargo, pueden diferenciarse en algunos casos en este
apartado contenidos que se refieren a procedimientos o destrezas más generales
que exigen para su aprendizaje otras técnicas más específicas, relacionadas con contenidos concretos.»
MEC,
1989b Diseño Curricular Base, p. 43.
Para entendernos, en las definiciones que
acabo de exponer, se asume que cuando se anuda los cordones de los zapatos,
cuando cocina cualquier exquisitez, cuando decide si le resulta más eficaz
recoger a su hijo del colegio antes de efectuar la compra y llevarle una copia
de un artículo al compañero que se lo pidió, o por el contrario, que lo mejor
es dejar la compra en el último lugar y, efectuar primero los otros encargos, está
usted tratando con procedimientos.
Probablemente pensará que aunque es
cierto que anudarse los deportivos, cocinar y realizar un itinerario son
acciones ordenadas enfocadas hacia la consecución de una meta –no tropezar con
el cordón; satisfacer una necesidad básica; hacer lo que se había propuesto
esta tarde–, también lo es que existen diferencias entre estos procedimientos.
Así, mientras que en el primer caso se
trata de una acción completamente automatizada (¡pruebe lo difícil que es hacer
el lazo y doble nudo cuando se piensa en ello!), en el segundo lo que hacemos
es seguir unas instrucciones que nos aseguran la consecución de un objetivo, de
manera que nuestra acción se encuentra prácticamente controlada por tales
instrucciones. En cambio, cuando nos encontramos en una situación como la que
ejemplificaba en tercer lugar, las cosas son un poco distintas.
En este caso, hacemos uso de nuestra
capacidad de pensamiento estratégico, que aunque no funciona como «receta» para
ordenar la acción, sí posibilita avanzar su curso en función de criterios de
eficacia. Para ello, en el ejemplo propuesto, necesitamos representarnos el
problema que tratamos de solucionar –hacer todo en poco más de hora y media, y
de la forma más eficaz posible, de modo que no pasemos tres veces por el mismo
lugar– y las condiciones y condicionantes de que disponernos en un momento
adecuado –si tenernos coche, las posibilidades que nos ofrecen los transportes
urbanos, la hora en que se cierran las tiendas, si el niño espera en la calle o
atendido en la escuela…–.
Como ha señalada Valls (1990), la
estrategia tiene en común con todos los demás procedimientos su utilidad para
regular la actividad de las personas, en la medida en que su aplicación permite
seleccionar, evaluar, persistir o abandonar determinadas acciones para llegar a
conseguir la meta que nos proponemos.
Sin embargo, es característico de las
estrategias el hecho de que no detallan ni prescriben totalmente el curso de
una acción; el mismo autor indica acertadamente que las estrategias son
sospechas inteligentes, aunque arriesgadas, acerca del camino más adecuado que
hay que tomar. Su potencialidad reside precisamente ahí, en que son
independientes de un ámbito particular y pueden generalizarse; su aplicación
correcta requerirá, en contrapartida, su contextualización para el problema de
que se trate. Un componente esencial de las estrategias es el hecho de que
implican autodirección –la existencia de un objetivo y la conciencia de que ese
objetivo existe– y autocontrol, es decir, la supervisión y evaluación del
propio comportamiento en función de los objetivos que lo guían y la posibilidad
de imprimirle modificaciones cuando sea necesario.
Comparto con Valls (1990) la idea de que
las estrategias se sitúan en el polo extremo de un continuo cuyo polo opuesto
daría cabida a los procedimientos más específicos, aquellos cuya realización es
automática y no requiere del control y planificación previa que caracteriza a
las primeras. Otros autores (Nisbet y Shucksmick, 1987) se expresan en términos
parecidos cuando se refieren a las microestrategias (para nosotros,
habilidades, técnicas, destrezas*...) como
procesos ejecutivos, ligados a tareas muy concretas, y conceden a las
macroestrategias (nuestras estrategias) el carácter de capacidades cognitivas
de orden más elevado, estrechamente relacionadas con la metacognición
–capacidad de conocer el propio conocimiento, de pensar sobre nuestra
actuación, de planificarla– y que permiten controlar y regular la actuación
inteligente.
Voy a considerar, pues –le propongo que
reflexione sobre lo adecuado de dicha consideración–, que las estrategias de
comprensión lectora a las que nos referiremos a lo largo de este libro son
procedimientos de carácter elevado, que implican la presencia de objetivos que cumplir,
la planificación de las acciones que se desencadenan para lograrlos, así como
su evaluación y posible cambio. Esta afirmación tiene varias implicaciones, de
las que por el momento voy a resaltar dos:
1.
La primera es tan obvia que
no sé si es necesario… en fin, vamos allá. Si las estrategias de lectura son
procedimientos y los procedimientos son contenidos de enseñanza, entonces hay
que enseñar estrategias para la comprensión de los textos. Estas no maduran, ni
se desarrollan, ni emergen, ni aparecen. Se enseñan –o no se enseñan– y se
aprenden –o no se aprenden–.
2.
Si consideramos que las
estrategias de lectura son procedimientos de orden elevado que implican lo
cognitivo y lo metacognitivo, en la enseñanza no pueden ser tratadas como
técnicas precisas, recetas infalibles o habilidades específicas. Lo que
caracteriza a la mentalidad estratégica es su capacidad para representarse y
analizar los problemas y la flexibilidad para dar con soluciones. De ahí que al
enseñar estrategias de comprensión lectora haya que primar la construcción y
uso por parte de los alumnos de procedimientos de tipo general que puedan ser
transferidos sin mayores dificultades a situaciones de lectura múltiples y
variadas. De ahí también que al abordar estos contenidos y al asegurar su
aprendizaje significativo contribuyamos al desarrollo global de las niñas y de
los niños, más allá de fomentar sus competencias como lectores. En el próximo
subapartado insistiré en estos aspectos.
¿Por
qué hay que enseñar estrategias? El papel de las estrategias en la lectura
«¡Pues para leer! ¿Para qué va a ser, si
no?» Le imagino enfadado ante tanta insistencia. No obstante, me arriesgaré y
abusaré un poco más de su calidad de paciente lector.
He comentado ya que en torno a la lectura
se han suscitado polémicas encendidas y debates apasionados. Sin embargo, no
todo es discrepancia. Existe un acuerdo generalizado, al menos en las
publicaciones que se sitúan en una perspectiva cognitivista/constructivista de
la lectura en aceptar que, cuando se posee una habilidad razonable para la
descodificación, la comprensión de lo que se lee es producto de tres
condiciones (Palincsar y Brown, 1984):
1. De la claridad y coherencia del
contenido de los textos, de que su estructura resulte familiar o conocida, y de
que su léxico, sintaxis y cohesión interna posean un nivel aceptable. Algunos
autores se refieren a ello como a las propiedades de los considerate texts (Anderson y Armbruster, 1984). Si atendemos a lo
que habíamos acordado en el segundo capítulo respecto del aprendizaje
significativo, estaríamos ante la condición de «significatividad lógica» del
contenido que hay, que aprender (Ausubel, Novak y Hanesian 1983).
2. Del grado en que el conocimiento
previo del lector sea pertinente para el contenido del texto. En otras
palabras, de la posibilidad de que el lector posea los conocimientos necesarios
que le van a permitir la atribución de significado a los contenidos del texto.
Si nos remitimos a la noción de aprendizaje significativo, esta condición es la
que Ausubel y colaboradores (1983) denominan «significatividad psicológica».
* Estos términos no son
sinónimos. Aunque no es objeto de estas páginas diferenciarlos, puede
consultarse el trabajo de Valls (1990) para su caracterización.
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